sábado, 17 de septiembre de 2011

Tener miedo





Estar vivo es estar asustado.

La amígdala vibra

como la campana de un tren

que se despide de la ciudad

asaltada por el mar y las mentiras,

como la molécula de agua

mecida violentamente

por el calor de la llama.

El té está listo

y en la encimera de la cocina

el libro que nunca terminamos de leer.


A veces una canción,

un recuerdo al pie de una montaña

o del viaje que aún no hicimos,

como el ala de una mariposa

que acaricia mi mejilla,

me trae besos de lorazepam

para mi alma y mi consuelo,

y el televisor es una caracola

con el sonido de las playas

en que saltamos las olas,

Imbassaí como el cuento del pirata

abandonado por los turistas,

solos tú y yo,

y el tibio tacto de la arena,

la alfombra interminable

que conduce al futuro

o a la siesta compartida.


Estar vivo, supongo, es tener miedo,

y sostenerle la mirada

a esas dudas que nos achican los pulmones

a esa nada parecida

a la sensación del escalón olvidado,

la pendiente abrupta en el asfalto

viajando en el coche hacia una nube.


Saberse vivo aún temiendo

que el mañana sea un precipicio

o una casa con la puerta entreabierta,

vacía y silenciosa, guerra fría,

sabiendo que un día al despertar

Madrid se callará y tú, perdida;

saberse vivo aún sabiendo

que al borde de la vida está el olvido,

será la obligación de los valientes,

que saben que está todo por hacer,

que olvidados y asustados aún tenemos

la costumbre de pelear contra la sombras

que esperan escondidas en armarios,

que gritan su ronquera en los periódicos

que tiemblan en mi pecho como hadas

encerradas en un tarro como insectos.


Tenemos miedo pues amamos

con la voluntad voraz del que se sabe

perdido sin la paz de tus abrazos,

sin la analgesia dulce de la espera

que antecede a tu llegada de algún viaje,

promesa segura de saberse

a salvo de los miedos y el reproche.


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